APRENDIENDO A VOLAR. CRÍTICA DE “10.000 NOCHES EN NINGUNA PARTE”, DE RAMÓN SALAZAR

1238718_770812669610814_2077445684_n“10.000 noches en ninguna parte” es una película de soñadores y de sueños…rotos. De almas rotas. De niñez rota.
Habla de lo difícil que es enfrentarse a la vida. Pero también habla de la felicidad, del descubrimiento de la amistad, el sexo y la belleza de las cosas, en un frío viaje a través de la mirada pura y cristalina de Andrés Gertrúdix.

El actor madrileño es sin duda el gran descubrimiento del film, dotado de una poderosa intuición y expresividad, y que compone la mejor actuación de este curso.
Sus ojos atraviesan la pantalla e impactan en el corazón del espectador, transmitiendo la terrible vulnerabilidad de su personaje -uno de los más fascinantes que nos ha dado nuestro cine en los últimos tiempos-, con una mirada que parece anquilosada en la niñez. Efectivamente, los ojos de Gertrúdix son los de un niño.

Él interpreta a un hombre frágil, solitario, con un trabajo monótono y una vida gris supeditada al cuidado de su madre alcohólica -estratosférica Susi Sánchez-, para lo cual deberá turnarse con su hermana, quien al igual que él parece despojada de todo rastro de felicidad.
Descubre que ha pasado toda su vida tratando de borrar su propia identidad, y decide emprender un viaje sensorial en búsqueda de todas las emociones que no pudo vivir. En París se reencontrará con su amiga de la infancia -interpretada por Lola Dueñas-, con quien revivirá los juegos de la niñez, en una evocación que nos recuerda a Zulueta.
También viajará a Berlín, donde conocerá a dos mujeres y un hombre con los que descubrirá nuevas formas de familia, y de amar.

Las diferentes etapas de su vida están narradas sin un orden cronológico. Salazar juega con los tiempos, con lo real y lo onírico en un deslumbrante y único entramado de montaje.
Estilísticamente inclasificable, la película quizá esté muy por encima de lo que el gran público español está dispuesto a ver y se aleje de los grandes circuitos comerciales. Probablemente se valore mucho más en el extranjero, y le auguro una importante carrera internacional por festivales.

Ramón Salazar recurre a todas las posibilidades del cine para expresar lo inefable: el sonido, la fina lluvia de imágenes, el diálogo, la maravillosa música y el diseño; jugando con las emociones y manteniendo una encomiable delicadeza.

45379_150512014974219_46706_nAl igual que su gélida fotografía, todos los personajes de la película están impregnados de una hermosa, húmeda y grisácea luz, cuyo matiz cobra colorido según el momento de la vida del protagonista. Y sin duda, todos los actores están en estado de gracia, destacando el durísimo trabajo de la veterana Susi Sánchez, que debería recoger todos los premios pese a ser uno de los años más complicados en la categoría de actriz secundaria.
También me ha sorprendido gratamente la debutante Paula Medina, una interesante actriz de peculiar expresividad.

Najwa Nimri, una de nuestras intérpretes más tradicionalmente cuestionadas -incluso en “Piedras”, primer trabajo de Salazar, alternaba grandes momentos con otros dudosos- alcanza la excelencia interpretativa a la que sólo la madurez le ha podido conducir, en un estremecedor monólogo de una carga dramática brutal, tal vez el texto más aterrador e inspirado de la carrera del director, y que a su vez es una de las escenas “shock” del film -hay dos o tres- capaces de dejar sin aliento al espectador.

No sé si era la intención del director, pero la película dejó en mí un poso de satisfacción y optimismo. Una reconfortante sensación de que nunca es tarde para vivir.

El lirismo que envuelve el relato jamás cae en la vacuidad. La película exige silencio, atención casi reverencial. A cambio Salazar nos ofrece lo que muy pocos.
En mi caso, la película me condujo a algo similar a la fascinación que sentí cuando vi “Azul” (Krzysztof Kieślowski) en mi adolescencia. ¿Cuál ha sido tu regresión con “10.000 noches en ninguna parte”?

PUNTUACIÓN: 9,5