CRÍTICA “EL PÁRAMO”: UN GRAN REPARTO DONDE LA GRAN SORPRESA ES EL NIÑO ACTOR ASIER FLORES

 

Sin duda la ópera prima del director David Casademunt era una de las películas más esperadas en el festival de Sitges. Quizás por ver a una gran actriz como Inma Cuesta; quizás por el gran momento de uno de los actores que este este año está despuntando como es Roberto Álamo, quien con “Josefina” logra una de las mejores interpretaciones de la twmporada; quizás es por la temática de la película; pero la verdad es que había una espera impaciente por ver esta obra.

Sin embargo, la sorpresa final es Asier Flores, el niño protagonista quien nos deja con la mandíbula desencajada por su prodigiosa actuación con la que consigue que la película, a parte de los actores anteriormente mencionados, llegue a un nivel interpretativo en su conjunto pocas veces visto.

Asier Flores interpreta al hijo de Lucía (Cuesta) y Salvador (Álamo), los tres viven en un páramo en el siglo XIX, alejados de la violencia que asola el país. El páramo está limitado con cruces que limitan la zona de seguridad o de “confort” de la que no hay que salir para seguir con vida. Tras en encuentro con un hombre, Salvador decide salir del páramo, dejando a su mujer e hijo solos. La presencia de una bestia se acerca cada vez más a la casa, creando una angustia en Lucía que parece volverla loca.

La madurez de un niño expuesto a la agresividad del mundo es uno de los elementos evidentes que vemos en la película. El no tener miedo al cambio, salir de la zona de confort es otro de los mensajes que transmite la película. En una época en la que hemos vivido encerrados en nuestras casas, la cinta nos hace darnos cuenta del riesgo de la “plena seguridad” y la falta de socialización, que puede llegar a desembocar en locura. El exterior es peligroso, la cinta parece indicar que debemos asimilar que estamos expuestos a los peligros, y que una sobreprotección de los niños les hace más débiles cuando salen al mundo, ese mundo que puede ser letal pero que también es necesario si uno no es un ermitaño.

El mensaje es transmitido al público de forma clara, utilizando para ello un cúmulo de oscuridades que crean un ambiente angustioso. Los tonos ocres, casi de ceniza, no hacen ver claramente los colores en la película, incidiendo más aún en lo tenebroso que es el quedarse aislado del mundo. Una película de 91 minutos que si bien se hace visualmente muy apetecible, pareciera que por falta de nuevas ideas o por necesidad del guión, ha forzado 10 minutos de metraje con secuencias un tanto repetitivas e inconexas para llegar a la hora y media.

Nota: 6

El infiltrado en Sitges

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