MIRA, MIRA, QUE NO HAY NADA. CRÍTICA A “LA SOLEDAD”, DE JAIME ROSALES

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En el 2007 la Academia de Cine Español decidió romper todos los esquemas, ir de snob, de franceses, de cultos y rompedores. La cagaron.

Tres Goyas -incluido el premio a mejor película- permitieron cierto recorrido comercial a un tipo de cine insólito en nuestras salas. Lejos de crear interés entre el gran público hacia el cine en su ámbito más autoral y experimental, suscitó un fenómeno de auténtico espanto similar a lo visto recientemente con el último trabajo de Terrence Malick, El árbol de la vida. En ese caso, el señuelo era Brad Pitt, y como en el caso de La Soledad, muchos abandonaron las salas a mitad de proyección. Otros muchos se sintieron fascinados.

Que no seré yo quien critique cierta transgresión en nuestros encorsetados premios. Pero lamentablemente no logré conectar en ningún instante con este denso ejercicio de pretenciosidad, fiel reflejo de la petulancia que desprende su creador en las distancias cortas.

Jaime Rosales, desde un planteamiento hiper realista trata de introducirnos en el día a día de sus dos protagonistas, entrelazando historias paralelas; buscando sencillez aparente y cotidianidad. Uno entra en el incuestionable juego narrativo de Rosales y recibe con la mejor de las intenciones el -inicialmente- novedoso tratamiento cinematográfico.

Conforme pasan los minutos el relato intimista acerca de la soledad va dejando un regusto déjà vu. Los dobles planos ya los habíamos visto antes, así como los numerosos planos fijos con reminiscencias hanekianas.

Pero el efecto turbador de Michael Haneke aquí no existe. Narración y argumento no tienen sentido relacional. Lo sencillo se torna artificial, ¿de verdad la gente habla tan pausadamente?.

Todo ello nos conduce a un anestésico vacío rematado con “regalitos” al espectador del tipo un plano fijo de cuatro minutos de una tabla de planchar -que nos recuerda sospechosamente al protagonizado por Juliette Binoche en “Código Desconocido”, sólo que en ese caso tenía sentido-.

Al contrario de los buenos comentarios de la crítica general, la búsqueda constante de realismo en su línea interpretativa acabó por resultarme artificial y con regusto amateur, empezando por Sonia Almarcha -esas discusiones con su hermana…- o un José Luís Torrijo con quien protagoniza una escena de bronca en un bar sencillamente sonrojante, y oigan, ¡le dieron el Goya al buen hombre!.

En definitiva, el mensaje de soledad se entiende y me llega, pero no me resulta tan novedoso. Y esa exposición, lentitud, planos fijos, polivisión y necesidad enfermiza de hacernos “ver” donde no hay nada rozan la incoherencia y gratuidad.

PUNTUACIÓN: 2