CRÍTICA “UN OTOÑO SIN BERLÍN”: IRENE ESCOLAR CARGA SOBRE SUS HOMBROS CASI TODO EL METRAJE

La premisa de Un Otoño sin Berlín nos lleva a un camino de vuelta. El retorno a casa, a lo conocido, tras una huida hacia adelante que le ha llevado al mismo lugar del que partió hace un par de años. La protagonista, June se enfrenta de esta manera al paso del tiempo y a las dificultades que entrañan ese encuentro con su entorno más cercano. Tras rodar documentales, Lara Izagirre debuta en el largometraje de ficción con una película de corte independiente, una producción vasca de vocación sensorial en la que lo importante no es tanto lo que ocurre, sino cómo se afrontan las situaciones que se plantean a los personajes.

De esta manera, no hay una secuencia en la que no aparezca el personaje principal, alimentando cada escena de desasosiego ante la incertidumbre de restablecer de nuevo lazos que se han visto dañados por su ausencia, y de su capacidad para afrontar las circunstancias con naturalidad y una honestidad que marcará el tono de la propuesta de la directora. Esa sinceridad que proyecta todo el conjunto es de agradecer, teniendo en cuenta que el punto de partida es algo que hemos visto muchas veces en pantalla. Los conflictos paternofiliales, o la búsqueda de uno mismo en oposición a las necesidades de la pareja, son temas presentes y recurrentes en el cine contemporáneo. Sin embargo, la consecución de la intimidad de esos reencuentros entre los personajes y las impresiones reconfortantes y dolorosas al mismo tiempo que experimentamos durante el visionado son las grandes bazas de una película con un ritmo deliberadamente lento, de escenas cortas y poco agradecidas que se van llenando de humanidad gracias a la excelente química que comparten todos los actores, al minimalismo formal y a un uso del sonido especialmente bueno que contribuye al efecto de realismo.

Resulta muy interesante como trata temas como la comunicación familiar o entre los miembros de la pareja con mucha fluidez. En este caso, la agorafobia del personaje del novio de June, marcada por su condición de escritor, lo que no se habla, se escribe en forma de relatos que simbolizarán el presente y el futuro, con Berlín como metáfora de la evolución vital durante un otoño frenado y gris. Se recurre a un montaje muy expresivo centrado en elementos como las puertas cerradas, las persianas bajadas en contraposición a la exposición a la luz como vampiros refugiados de la ansiedad social. En ella, el duelo, la impotencia y la culpa siempre en contraste con las ganas de arrancar, recomponerse y poder seguir adelante, tras el luto de una madre fallecida. June vuelve a su pasado para continuar, no para anclarse en él.

Aunque llegar donde pretende es una tarea difícil y se queda a medias, esta modesta película deja poso principalmente por la interpretación de su protagonista, Irene Escolar. La actriz se enfrente a su primer papel protagonista en el cine cargando sobre sus hombros casi todo el metraje. El carisma y la ternura de sus miradas llenan de alma al personaje sin concesiones. Se nota el esfuerzo y a la vez se agradece que se huya de la afectación. Ella comparte protagonismo con Tamar Novas, un actor al que nunca le he visto nada especial y que en algún momento desentona con un personaje difícil y construido a base de retazos y silencios. Ramón Barea, impertérrito y a la vez muy emotivo interpreta al padre de June y también aparecen actores entregados a la causa como María Isabel Díaz Lago, estupenda en su cameo o Paula Soldevila a la que hacía mucho que no veía en cine y me ha sorprendido gratamente.

Volver, es aquí un punto de partida, la espera de que la vida te puede llevar a dónde más quieres y a diferenciar el dolor bueno del dolor malo tal y como pronuncia uno de los personajes. A creer en la ayuda que ofrecen los amigos y en la aceptación de la realidad como remedio al dolor en ese espléndido plano fijo del final que nos enseña que la felicidad puede estar en cualquier sitio.

Nota El Blog de Cine Español: 6

Chema López

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